La Vida Moderna -Después de la fe-
La navidad en Oaxaca era mágica. Se los juro.
Más allá de que la ciudad es mágica por sí misma, siempre existió un aire místico que la rodeaba; las mañanas invernales tan claras y límpidas, el frío, el cielo estrellado (como ninguno), las tradiciones únicas del lugar y, sobre todo, que yo era niño -así cualquier cosa es mágica, qué no?-.
La tradición en casa dictaba adornar con árbol y nacimiento, cenar el 24 y poner al niño en el pesebre, salir a un paseo nocturno (con papá o mamá. pero nunca los dos juntos) en busca de Santa y regresar a casa a encontrar el árbol con regalos; cenar el 31, brindar y abrazarnos y hacer escándalo (ah, ese tiempo cuando los niños podíamos usar cohetes sin supervisión y sin límite); el día seis de enero nos levantábamos sin necesidad de ser despertados y nos encontrábamos con regalos en los zapatos y agradecíamos a los Reyes. Todo esto era aderezado con continuos viajes a la iglesia de Santo Domingo, a escuchar sermones y repetir con solemnidad la sabidísima historia de la natividad (lo de la solemnidad lo digo con cierta licencia poética, ya que, la mayor parte de los sermones los pasábamos fuera, en el atrio, después de severos e incontrolables ataques de risa que ni las amenazas de no recibir regalos, los pellizcos de las monjas y la cara de Baal Zebuth de mi padre los podía detener).
Oh sí, etapa llena de fe y fervor, imaginaba las atrocidades cometidas en Jerusalem por la búsqueda del niño Jesús, el sufrimiento de las madres judías, la impotencia de los padres, y de fondo, en mi mente, lentamente crecían esas dudas... Acaso dios era malo? Cómo lo permitía? Era dios, por di...favor! Nos decían (las monjas) que puede hacer llover sólo sobre un trozo de piel en el desierto y al revés (o sea, que no se moje el pellejo si llueve en el desierto, o algo por el estilo), pero se negó a salvar a los inocentes (vivía aterrado del regreso de Jesús, qué tal que les daba por matar niños otra vez?).
Oh sí, etapa llena de miedo y terror.
En nada servía acudir a la biblia, la que teníamos en casa era poquito más que aterradora, está ilustrada por puros grabados y dibujos medievales (qué fumaban? Actualmente mataría por tener una de esas, sólo por su valor estético. Lo que antes me causaba pesadillas, ahora es motivo de admiración absoluta). Me quedaba claro que dios era poco agradable, en esa biblia había más sangre que en una película de Tarantino y más muertos que con Calderón.
Para mí sólo había un camino honesto por tomar, disfrutar la época disfrutable y temer el resto del año a la furia divina.
En primero de primaria no falto el amiguito servicial que, aparte de enseñarme cosas de nuestros cuerpos masculinos y nuestros deseos perversos, me inicio en el camino de la realidad. Inmediatamente supe por qué papá o mamá se quedaban en casa en el paseo navideño. Pero lejos de ofenderme o llorar como lo hicieron muchos niños de la clase, yo llegué a casa con una sonrisa maquiavélica y tras un largo periodo de secreto (lo que duró la comida) le pedí a mi padre que me dejara ser Santa esa navidad... y lo fui (claro ahora tengo la panza y la barba canosa y no sé como sacármelas de encima).
Pero entonces, si Santa, los Reyes y el ratón de los dientes eran... Por ponerlo light, una soberana mentira, qué onda con dios? Era otra mentira de los papás para que uno se portara bien? La mente de los niños funciona de formas misteriosas.
Con hondo pesar fui descubriendo que no, no eran los papás, aunque que ellos eran parte, el resto era influencia social, moral, humana. Pero de todo eso surge la peor contraparte de la fe, la culpa. Si, ese monstruo generado por la idea de un dios que todo lo ve, todo lo sabe y se deleita y regodea en la culpa que nos genera su supuesto atisbo a nuestros más íntimos pensamientos, secretos y acciones privadas.
Pero contra la culpa, la duda resplandece, año tras año, experiencias amargas y felices aumentaron mis dudas, mismas que, poco a poco, se volvieron desinterés, desacato, rebeldía y al final ausencia. Así, sin maestros, sin malas influencias, sin demonios... Sólo, después de la fe, sin dios, sin ángeles, demonios, santos, vírgenes, milagros y, por encima de todo, sin culpa.
Ahora camino por la vida disfrutando de las mañanas del Distrito, tan distantes a las oaxaqueñas, sin tanta magia, pero llenas de trucos económicos que hacen de la navidad una época de gastar, de angustiarse y deprimirse (más relacionado con el clima y la falta de dinero que con los sentimientos a la Scrooge), divago en las noches tan desiertas de estrellas y hartas del destello de una ciudad que se reusa a dormir, tan vacía de tradiciones y ahogada en publicidad; tal vez sea cinismo, pero ahora que no creo en un dios, la navidad es más rica y deliciosa, más llena de mí y de los míos que antes.
Si, desde luego que es cinismo. Festejo la navidad (la época pues, el solsticio de invierno, el Sol Invicto, el árbol de Wotan... lo que quieran, festejos en estos días ha habido desde tiempos inmemoriales) y escucho villancicos (si muero en la oficina, es culpa de los villancicos y la poca resistencia de mis compañeros), que para mi son esenciales, tanto como las canciones de Stevie Nicks, las de Disney o las de Cri-Crí. Suelto abrazos, besos y mando buenos deseos a todos, sin importar en qué crean o en qué no. Es el final del año. Es el momento en que, felices (o deprimidos) todos, podemos abrazarnos sin publicidad, sin fe o tradiciones, mirarnos humanos y decir "sobrevivimos!"
Para mi sólo hay un camino honesto por tomar, disfrutar la época disfrutable y, afortunadamente, ya no temer el resto del año la furia divina.
Más allá de que la ciudad es mágica por sí misma, siempre existió un aire místico que la rodeaba; las mañanas invernales tan claras y límpidas, el frío, el cielo estrellado (como ninguno), las tradiciones únicas del lugar y, sobre todo, que yo era niño -así cualquier cosa es mágica, qué no?-.
La tradición en casa dictaba adornar con árbol y nacimiento, cenar el 24 y poner al niño en el pesebre, salir a un paseo nocturno (con papá o mamá. pero nunca los dos juntos) en busca de Santa y regresar a casa a encontrar el árbol con regalos; cenar el 31, brindar y abrazarnos y hacer escándalo (ah, ese tiempo cuando los niños podíamos usar cohetes sin supervisión y sin límite); el día seis de enero nos levantábamos sin necesidad de ser despertados y nos encontrábamos con regalos en los zapatos y agradecíamos a los Reyes. Todo esto era aderezado con continuos viajes a la iglesia de Santo Domingo, a escuchar sermones y repetir con solemnidad la sabidísima historia de la natividad (lo de la solemnidad lo digo con cierta licencia poética, ya que, la mayor parte de los sermones los pasábamos fuera, en el atrio, después de severos e incontrolables ataques de risa que ni las amenazas de no recibir regalos, los pellizcos de las monjas y la cara de Baal Zebuth de mi padre los podía detener).
Oh sí, etapa llena de fe y fervor, imaginaba las atrocidades cometidas en Jerusalem por la búsqueda del niño Jesús, el sufrimiento de las madres judías, la impotencia de los padres, y de fondo, en mi mente, lentamente crecían esas dudas... Acaso dios era malo? Cómo lo permitía? Era dios, por di...favor! Nos decían (las monjas) que puede hacer llover sólo sobre un trozo de piel en el desierto y al revés (o sea, que no se moje el pellejo si llueve en el desierto, o algo por el estilo), pero se negó a salvar a los inocentes (vivía aterrado del regreso de Jesús, qué tal que les daba por matar niños otra vez?).
Oh sí, etapa llena de miedo y terror.
En nada servía acudir a la biblia, la que teníamos en casa era poquito más que aterradora, está ilustrada por puros grabados y dibujos medievales (qué fumaban? Actualmente mataría por tener una de esas, sólo por su valor estético. Lo que antes me causaba pesadillas, ahora es motivo de admiración absoluta). Me quedaba claro que dios era poco agradable, en esa biblia había más sangre que en una película de Tarantino y más muertos que con Calderón.
Para mí sólo había un camino honesto por tomar, disfrutar la época disfrutable y temer el resto del año a la furia divina.
En primero de primaria no falto el amiguito servicial que, aparte de enseñarme cosas de nuestros cuerpos masculinos y nuestros deseos perversos, me inicio en el camino de la realidad. Inmediatamente supe por qué papá o mamá se quedaban en casa en el paseo navideño. Pero lejos de ofenderme o llorar como lo hicieron muchos niños de la clase, yo llegué a casa con una sonrisa maquiavélica y tras un largo periodo de secreto (lo que duró la comida) le pedí a mi padre que me dejara ser Santa esa navidad... y lo fui (claro ahora tengo la panza y la barba canosa y no sé como sacármelas de encima).
Pero entonces, si Santa, los Reyes y el ratón de los dientes eran... Por ponerlo light, una soberana mentira, qué onda con dios? Era otra mentira de los papás para que uno se portara bien? La mente de los niños funciona de formas misteriosas.
Con hondo pesar fui descubriendo que no, no eran los papás, aunque que ellos eran parte, el resto era influencia social, moral, humana. Pero de todo eso surge la peor contraparte de la fe, la culpa. Si, ese monstruo generado por la idea de un dios que todo lo ve, todo lo sabe y se deleita y regodea en la culpa que nos genera su supuesto atisbo a nuestros más íntimos pensamientos, secretos y acciones privadas.
Pero contra la culpa, la duda resplandece, año tras año, experiencias amargas y felices aumentaron mis dudas, mismas que, poco a poco, se volvieron desinterés, desacato, rebeldía y al final ausencia. Así, sin maestros, sin malas influencias, sin demonios... Sólo, después de la fe, sin dios, sin ángeles, demonios, santos, vírgenes, milagros y, por encima de todo, sin culpa.
Ahora camino por la vida disfrutando de las mañanas del Distrito, tan distantes a las oaxaqueñas, sin tanta magia, pero llenas de trucos económicos que hacen de la navidad una época de gastar, de angustiarse y deprimirse (más relacionado con el clima y la falta de dinero que con los sentimientos a la Scrooge), divago en las noches tan desiertas de estrellas y hartas del destello de una ciudad que se reusa a dormir, tan vacía de tradiciones y ahogada en publicidad; tal vez sea cinismo, pero ahora que no creo en un dios, la navidad es más rica y deliciosa, más llena de mí y de los míos que antes.
Si, desde luego que es cinismo. Festejo la navidad (la época pues, el solsticio de invierno, el Sol Invicto, el árbol de Wotan... lo que quieran, festejos en estos días ha habido desde tiempos inmemoriales) y escucho villancicos (si muero en la oficina, es culpa de los villancicos y la poca resistencia de mis compañeros), que para mi son esenciales, tanto como las canciones de Stevie Nicks, las de Disney o las de Cri-Crí. Suelto abrazos, besos y mando buenos deseos a todos, sin importar en qué crean o en qué no. Es el final del año. Es el momento en que, felices (o deprimidos) todos, podemos abrazarnos sin publicidad, sin fe o tradiciones, mirarnos humanos y decir "sobrevivimos!"
Para mi sólo hay un camino honesto por tomar, disfrutar la época disfrutable y, afortunadamente, ya no temer el resto del año la furia divina.
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