Proclivencia propensante tendenciosa
Nací una tarde tormentosa, esa siempre ha sido la anécdota, "justo en el momento en que naciste empezó una tormentón tremendo y ya que me subieron al cuarto llegó la mamá del doctor a decirme que ibas a tener mucha suerte porque habías nacido en plena tormenta", me cuenta mi madre y ambos nos reímos mucho. A continuación verán por qué.
Habían pasado pocos meses de mi nacimiento cuando mi mamá, armada con sus tres chilpayates, decidió darle un aventón a la chica que la ayudaba en casa, ahí vamos todos en el vochito por una vereda en medio de una lluvia torrencial y ¡zas! ahí va a dar el coche a una barranca; afortunadamente fue cerca del lugar donde Carmela vivía y tras algunos alaridos de angustia sus vecinos nos ayudaron a salir del auto que se llenaba de cascadas de lodo (aunque muchos no lo crean, recuerdo el momento en el que me sacaron y siento la lluvia en mi cara y es algo que hasta la fecha disfruto con una intensidad absoluta).
Un año más adelante, con mis piernas temblorosas, aprendí a bajar las escaleras de la casa, mano pegada a la pared, baja lentamente, siempre impactado por la lampara en el cubo de la escalera, de cristal anaranjado y lleno de burbujas (muy en boga en los 60), no era una tarea difícil para un niño de un año y meses, pero... agreguemos una pelota más grande que el chamaco. Nunca solté la pelota, no sé si eso fue bueno o malo, pero cada escalón machacó diferentes partes de mi cuerpo antes de llegar a la planta baja y dar contra la pared frente al primer escalón, lugar exacto en el que azotó mi cabeza. La sensación de girar y el dolor no fueron nada agradables. Obvio, le tuve mucho respeto a la escalera por un tiempo. Pocos meses después, jugaba con unas canicas junto a Carmela que planchaba ropa y en un descuido de esta, la canica rodó bajo el burro de planchar y yo, pequeño bestia que siempre he sido, fui por ella y sin miramientos empujé el burro y la plancha cayó golpeándome media cara, fue muy rápido, por eso fue más la inflamación del golpe que lo que pudo ser la quemadura y claro, el pinche susto que no se me quitó nunca (aprendí?, no, ya verán).
Contando con dos años, una vecina, muy amablemente se apuntó para llevarnos a mi madre y a mí a algún evento y yo, como siempre (y aun hasta la fecha) me aposté en el asiento trasero y me pusé de pie apoyado en el respaldo del asiento delantero (complejo de perro en auto le llamo yo), en algún momento un conductor se pasó el alto y los reflejos de la buena samaritana nos salvaron a los tres de terminar hechos pomada entre fierros retorcidos, pero no evitó que yo saliera volando y me estrellara bajo el tablero del auto, justo contra una abrazadera de metal en la que se suponía debía ir el "autoestereo" y quedara como pez en anzuelo. Siempre me han preguntado si nací con labio leporino, no, me corté la boca con esa abrazadera y me remendaron con un buen fruncido visible (18 años después me rehicieron la cicatriz para disminuirla un poco). Ni bien había salido de la convalecencia cuando un personaje de mi familia me arrebató su bolsa de cubos de madera y ¡cuás! Descalabrado.
Ya podrán imaginarse el vía crucis que fue aprender a andar en bicicleta, patinar, nadar, jugar cualquier cosa que incluyera pelotas, balones, raquetas, bates y moverse al mismo tiempo.
A los seis años decidí sorprender a mi madre y planchar mi pantalón yo solo. Saldo, una quemadura en el brazo, un pantalón inservible, una plancha hirviendo arrojada a un cesto de juguetes y un regaño magno. No fueron diferentes mis incursiones a la cocina, mis primeras luces de bengala, palomas, brujitas, "cuetes" en general y no olvidemos mis intentos de confeccionar manualidades usando tijeras, tela, papel, pegamento e hilo.
Un día antes de mi séptimo cumpleaños, con mi estado zen acostumbrado de las mañanas, sin pensar en las angustias que significan ir a dejar a cuatro hijos a tres diferentes colegios, fui ayudado a vestirme y... pero para no hacer el cuento largo y no entrar en detalles morbosos, digamos que el saldo fue un Víctor kosher y un cumpleaños en el hospital.
Ventanas rotas a codazos, con la rodilla o las manos por accidente, caídas de bicicleta que resultaron en golpes en lugares imposibles, quemaduras por motor de motocicleta, un golpe de pelota de beisbol en plena ceja que me dejó un ojo de cotorro marinero por meses, dedos torcidos por balones de voley, un poder mutante que me permite encontrar las agujas y alfileres perdidos, ya sea con un pie, mano o nalga y caídas, siempre caídas espectaculares en los momentos menos oportunos. Así fue la adolescencia.
La edad adulta no varió mucho. Mano izquierda machacada por un garrafón de agua de cristal y mi sublime idea de detener su caída; misma mano prensada entre un baúl de madera y el filo de un escalón y la subsecuente rodada de escalones. Un verdadero derroche de talento fue el revolcón que me di en la esquina de Cuauhtémoc y Doctor Márquez hace diez años que, no sólo caí de bruces, sino que quedé a una nada de ser atropellado por un camión impaciente, esa vez, la misma mano izquierda, tan acostumbrada al maltrato quedó idéntica a la de Mickey Mouse, pero sin guante y tardé algunos años (y kilos) en enterarme que también me fracturé una costilla.
Corte al presente, este año he padecido más accidentes por centímetro cúbico que en cualquier otro año de mi vida, siendo el más reciente un tropezón con un bodoque de cemento (de esas extrañas firmas que dejan siempre después de una construcción) y me obligo a descender de pura cara al suelo, con la suerte de alcanzar a meter las manos y los codos y las rodillas antes de terminar cual ancho, largo y grueso soy en un asqueroso charco de esos que se forman cerca de los puestos de tortas y... AGHHHHH! En fin, antes de levantarme por completo me resbalé y caí de nuevo.
Yo no sé ustedes, pero yo ya quiero que termine el año para despejar la incógnita, ¿sobreviviré?
Luego lo pienso y me dan ganas de preguntarle a la mujer que le dijo a mi madre que el momento de mi nacimiento anunciaba mucha suerte (claro que es una tarea imposible, si ya hasta su hijo murió de viejo), ¿a qué clase de suerte se refería? Obviamente me he respondido solo, y ustedes podrían hacerlo conmigo después de estas confesiones; no sólo soy proclive a accidentarme, sino propenso a sufrir todo tipo de desaguisados y muy tendente a terminar, mínimo raspado. Supongo que estarán de acuerdo que si aun puedo sentarme a escribir estas líneas, efectivamente, no tengo mucha suerte, sino MUCHA SUERTE.
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