La Vida Moderna -Miedo a las palabras-
"Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco
al niño que pone el coco
y luego le tiene miedo."
Como siempre me pasa, de la nada me vienen ideas que poco o nada tienen que ver con lo que estoy haciendo, viendo, comiendo o leyendo; así, de pronto, mientras machaco los frijoles en el viejo sartén de fierro, pienso en el lenguaje, en las palabras y la masacre que estamos viviendo desde hace algunos años disfrazada de honesta preocupación por nuestros semejantes. Un problema mundial, sin fronteras, sin que nadie detenga el exterminio de conceptos, adjetivos y verbos.
Todo lo que la humanidad ofrece tiene la curiosa capacidad de ser corrompido, trastocado, revirado y tornado al revés volteado; si sirve para defensa termina como arma de ataque, si cura mata, si alimenta mal nutre, si libera esclaviza y así, ad nauseam. Tal vez por esa razón no es extraño que lo que nos hace diferentes y capaces de sobresalir, un poco, sobre el resto de los seres vivos, es esa capacidad de expresar lo que pensamos, sentimos, soñamos y deseamos (esto no siempre); que nos ha permitido crear unión, pertenencia y comunidad más allá de el parecido físico o los lazos sanguíneos; que nos da la oportunidad de crear y recrearnos, de ensalzar nuestras acciones, de tener historia y trazar un futuro; esa herramienta increíble que es el lenguaje también sirva como cadena, arma, látigo, muralla, línea limítrofe, dios y demonio.
Franklin D. Roosevelt dijo "un gran poder conlleva una gran responsabilidad" y sin duda, las palabras tienen un poder extraordinario, tal vez no curen lo físico pero ayudan a sanar, a crecer, a superar obstáculos y situaciones difíciles; nos ayudan a aprender; liberan nuestra mente de atavismos; purgan culpas; construyen puentes y enaltecen el sentido de ser humano; pero basta una sóla palabra para separar, destruir; matar; más poderosas que la pluma, la espada y la pólvora.
Gracias al matrimonio de la idea y el sonido, pudimos pasar de un grito desgarrador y ululaciones a conceptos expresados que nos ayudaron a sobrevivir. Las palabras, poco a poco fueron poblando nuestro entorno hasta que, llenos de ellas, pudimos recrearnos y reconstruir al mundo a nuestra imagen y necesidad. De la nada llego todo, el combo ojo-mente-lengua nos legó un mundo completo y complejo, diferente en sonidos en cada zona, diferente en acentos pero ideas e intenciones parecidas.
El lenguaje nos puede dar la ilusión de control, de superioridad, de llenarnos de mentiras que estamos dispuestos a creer por nuestra condición de humanos, neuróticos y necesitados de sentido; tenemos una conciencia de ser y le llamamos ánima, espíritu, alma, la imbuimos de dones para separarla de nosotros y darla a un creador para que nos las regrese suya, como un ente ajeno. Nos unimos como seres pero nos separamos como pueblos, como razas, como hombres y mujeres. Normalizados por ideas básicas que supusieron un orden cuando todo era caos, nuestra creación, nuestro visión, nuestras palabras.
Las aguas han dejado de ser marejadas y, ante la calma, la búsqueda de sentido y razón comienza a derivar; la continua diarrea de cuestionamientos pasa del interés científico a un berrinche lúdico que más que esperar una respuesta busca un culpable por el vacío que no se llena. El dios lenguaje y sus palabras nos atosigan, nos persiguen, nos inquieren aún en la más profunda de las soledades, achuchando sin clemencia... Irónicamente, las palabras se satanizan más que las acciones y sus orígenes.
Un miedo irracional nos recorre, ya no queremos usarlas, nos han dicho que lastiman y que son groseras, por eso ahora preferimos herir suavemente con disimulos, esas sustituciones baratas que nos dejan con la consciencia tranquila, el corazón henchido de bondad y la mente revuelta de un vómito que no sale. Poco se hace por remediar situaciones pero se tiene la esperanza que prohibiendo palabras, relegándolas al olvido o en el rincón de la negación los hechos desaparecerán solos. Un activismo que pasó de las banquetas y sobremesas a las redes sociales y que, paradójicamente, arregla al mundo con palabras. Temamos pues, sintamos asco y coraje frente a un conjunto de letras mientras las situaciones se repiten sin fin, total, nuestra capacidad nos dará para seguir creando eufemismos.
El olor de frijoles quemados me trae de vuelta a la cocina, frente a la estufa me quedo en trance un rato más antes de reaccionar y tirar el negro engrudo a la basura, desperdiciar en un mundo de carencias es monstruoso, lavo el sartén y me conformo con untar mermelada en una pan esperanzado en no divagar en temas lejanos al desayuno.
de vuestro parecer loco
al niño que pone el coco
y luego le tiene miedo."
Redondillas
Sor Juana Inés de la Cruz
Como siempre me pasa, de la nada me vienen ideas que poco o nada tienen que ver con lo que estoy haciendo, viendo, comiendo o leyendo; así, de pronto, mientras machaco los frijoles en el viejo sartén de fierro, pienso en el lenguaje, en las palabras y la masacre que estamos viviendo desde hace algunos años disfrazada de honesta preocupación por nuestros semejantes. Un problema mundial, sin fronteras, sin que nadie detenga el exterminio de conceptos, adjetivos y verbos.
Todo lo que la humanidad ofrece tiene la curiosa capacidad de ser corrompido, trastocado, revirado y tornado al revés volteado; si sirve para defensa termina como arma de ataque, si cura mata, si alimenta mal nutre, si libera esclaviza y así, ad nauseam. Tal vez por esa razón no es extraño que lo que nos hace diferentes y capaces de sobresalir, un poco, sobre el resto de los seres vivos, es esa capacidad de expresar lo que pensamos, sentimos, soñamos y deseamos (esto no siempre); que nos ha permitido crear unión, pertenencia y comunidad más allá de el parecido físico o los lazos sanguíneos; que nos da la oportunidad de crear y recrearnos, de ensalzar nuestras acciones, de tener historia y trazar un futuro; esa herramienta increíble que es el lenguaje también sirva como cadena, arma, látigo, muralla, línea limítrofe, dios y demonio.
Franklin D. Roosevelt dijo "un gran poder conlleva una gran responsabilidad" y sin duda, las palabras tienen un poder extraordinario, tal vez no curen lo físico pero ayudan a sanar, a crecer, a superar obstáculos y situaciones difíciles; nos ayudan a aprender; liberan nuestra mente de atavismos; purgan culpas; construyen puentes y enaltecen el sentido de ser humano; pero basta una sóla palabra para separar, destruir; matar; más poderosas que la pluma, la espada y la pólvora.
Gracias al matrimonio de la idea y el sonido, pudimos pasar de un grito desgarrador y ululaciones a conceptos expresados que nos ayudaron a sobrevivir. Las palabras, poco a poco fueron poblando nuestro entorno hasta que, llenos de ellas, pudimos recrearnos y reconstruir al mundo a nuestra imagen y necesidad. De la nada llego todo, el combo ojo-mente-lengua nos legó un mundo completo y complejo, diferente en sonidos en cada zona, diferente en acentos pero ideas e intenciones parecidas.
El lenguaje nos puede dar la ilusión de control, de superioridad, de llenarnos de mentiras que estamos dispuestos a creer por nuestra condición de humanos, neuróticos y necesitados de sentido; tenemos una conciencia de ser y le llamamos ánima, espíritu, alma, la imbuimos de dones para separarla de nosotros y darla a un creador para que nos las regrese suya, como un ente ajeno. Nos unimos como seres pero nos separamos como pueblos, como razas, como hombres y mujeres. Normalizados por ideas básicas que supusieron un orden cuando todo era caos, nuestra creación, nuestro visión, nuestras palabras.
Las aguas han dejado de ser marejadas y, ante la calma, la búsqueda de sentido y razón comienza a derivar; la continua diarrea de cuestionamientos pasa del interés científico a un berrinche lúdico que más que esperar una respuesta busca un culpable por el vacío que no se llena. El dios lenguaje y sus palabras nos atosigan, nos persiguen, nos inquieren aún en la más profunda de las soledades, achuchando sin clemencia... Irónicamente, las palabras se satanizan más que las acciones y sus orígenes.
Un miedo irracional nos recorre, ya no queremos usarlas, nos han dicho que lastiman y que son groseras, por eso ahora preferimos herir suavemente con disimulos, esas sustituciones baratas que nos dejan con la consciencia tranquila, el corazón henchido de bondad y la mente revuelta de un vómito que no sale. Poco se hace por remediar situaciones pero se tiene la esperanza que prohibiendo palabras, relegándolas al olvido o en el rincón de la negación los hechos desaparecerán solos. Un activismo que pasó de las banquetas y sobremesas a las redes sociales y que, paradójicamente, arregla al mundo con palabras. Temamos pues, sintamos asco y coraje frente a un conjunto de letras mientras las situaciones se repiten sin fin, total, nuestra capacidad nos dará para seguir creando eufemismos.
El olor de frijoles quemados me trae de vuelta a la cocina, frente a la estufa me quedo en trance un rato más antes de reaccionar y tirar el negro engrudo a la basura, desperdiciar en un mundo de carencias es monstruoso, lavo el sartén y me conformo con untar mermelada en una pan esperanzado en no divagar en temas lejanos al desayuno.
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