¡Felices fiestas!

Es una felicitación honesta, sin mácula de influencias religiosas ni dobles intenciones o perversidades ocultas. Es de corazón, desde el fondo de ese cuajo palpitante que irriga el cuerpo de ganas, de deseo y de vida.

Sé que puede causar desconfianza por mi aguerrida lucha contra las ideas religiosas, pero, ¿qué hacerle? En estas fechas se han celebrado por siglos fiestas, sin importar la divinidad honrada, cargadas de sentimiento amoroso y dicha, se obsequia y se recibe. Será el frío, del invierno por encima del ecuador, el que nos deprime -a algunos- hasta las lágrimas y que nos obliga a buscar la calidez de brazos, besos y afectos de los demás, el otorgarnos apapachos materiales reforzando el cariño y jugando a las promesas para el Año Nuevo.

No importa qué se festeje, cómo para qué ahondar en morbosos placeres, basta saber que, aun aquellos, los que detestan la navidad, pueden encontrar en el pasado razones de más para festejar con sus congéneres la alegría del sol renacido, de las cosechas, de los milagros o del simple efecto de amor -gracias a la depre invernal- que se desparrama sobre todos.

Claro, no falta el rencoroso recelo de lo comercial del asunto, ¿cómo aguantar una fecha anunciada a tropetazos desde finales de septiembre? ¿Cómo sobrevivir a los villancicos que se mezclan con vivas a la Patria, espectros "jalogüinenses", con lamentos de muertos, corridos revolucionarios y con cohetazos a la guadalupana? ¿Cómo soportar el enfiestado ánimo de miles que aun cantan aleluyas mientras las tiendas comienzan a descolgar árboles y esferas para retacarnos de corazones palpitantes, conejitos amorosos, osos libidinosos, caramelos y chocolates a tonelaje libre como para matar al país entero de diabetes y obesidad? ¿Cómo no aborrecer lo comercial del asunto si, en un abrir y cerrar de ojos, pasamos de lo fraterno a lo carnal y sin la prevención de tantito lubricante?

Y bueno, qué les puedo decir, no faltarán, jamás, los misántropos que juran que no festejarían ni aunque la vida les fuera en ello; vaya hasta ellos un abrazo fraterno, un beso salivón y un arrimón por el simple hecho de fastidiar. ¡Faltaba menos!

No quiero terminar sin antes mencionar, lo irrelevante de los festejos, lo absurdo de los corajes y lo poco que importa, en la escala cósmica, un planeta como la Tierra -con todo y relleno-. Si claro, vivimos con la esperanza de ser especiales, de ser la cereza del pastel de una creación divina. Hace -y sólo por redondeo y no por exactitud cronológica- dos mil años era impensable que la natividad se fuera instaurar como fiesta regente de estas fechas ante la miríada de festejos "paganos" que se celebraban. Seguramente dentro de dos mil años, alguien se quejará, con razón o sin ella, de los festejos a... lo que sea que se festeje.

Revienten de placer, que los ojos les ardan de alegría, que las tripas se muevan sin pereza ante el desfile de excesos -mismos que harán al hígado brincar de alborozo- y que, lo que sea que festejen, les resulte en una explosión de vida y esperanza.


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