Un caso de extravio

Odiaba todo.

Cada amanecer se entregaba a su amada rutina, tan pronto escuchaba la voz de su madre azuzando al perro a salir de la cocina, su odio despertaba y bostezaba con más fuerza que su propio cuerpo. Tirado en la cama, siempre ajeno a labores, tradiciones y necesidades, su pecho se henchía de placer al escuchar el llanto de su hermano pequeño, las quejas de las reúmas de su abuela, el mal humor de su padre, el frío que exacerbaba la pobreza de la familia entera. No había nada que no despreciara; a veces, mientras se sentaba a la vera del camino aborrecía al sol y a las nubes y a los autos que, completamente ajenos a su oscuridad, pasaban anónimos por la polvosa carretera.

Una tarde, sentado en su punto favorito, pasaba el rato odiando a una familia de patos que cruzaba la carretera cuando un auto se detuvo, de su interior bajó un hombre, viejo y corpulento, que a empujones lo arrancó de su asiento, de su vida aborrecida y lo llevó a otro mundo lleno de placeres y vicios, de alegrías fugaces y dolores profundos. Mientras, en su casa, su desaparición generó un motivo más para quejarse y un amor a lo perdido lleno de recuerdos alegres que nunca existieron.

Al principio pensó que amaría, que su nueva vida sería tan diferente que el odio no tendría espacio en ningún rincón de su ser, se esforzó por observar lo que le rodeaba con ojos maravillados pero todo lo que veía le remitía a ese hueco voraz, insaciable. No había diferencia alguna entre el dolor o la alegría ajena, todo se volvía leña para el fogón que ardía en algún helado lugar de su alma.

Viajó por todo el mundo, durmió lo mismo en el castillo que bajo puentes en regiones ignotas y exuberantes, pero nada lo emocionó. Siempre era la misma rutina, amanecer y entregarse sumiso a la antipatía, no hubo jamás diferencia alguna entre un rey o un indigente, entre un niño o un anciano, su inexpresivo rostro era igual ante la fiesta nacional que en la luctuosa. El vacío permanente era una barrera que lo separaba de todo. Una noche, lejos de todo, se buscó en el silencio y no hubo ni un eco que le respondiera, algo se movió en su interior y, por primera vez, sintió algo diferente... miedo.

Era un extraño, no había sitio para él, incluso sus viejos conocidos le volteaban la cara al verle, no, no porque lo despreciaran, simplemente habían dejado de quererle y eso lo traducía en odio, no entendía el mundo sin reflejarlo en aborrecimiento, frente a la luz sólo podía notar la oscuridad.

Un día sus pasos lo devolvieron al lugar del que había sido arrebatado, confundido caminó por entre hierbas secas y guijarros que no le significaban nada y el abominable fuego de su interior pareció lamer con delicadeza cada uno, cruzó el portal de la vieja casa, ahora más pobre y descuidada y una llamarada explotó en su pecho. Dentro, dos viejos sonrientes tomaban café en unas viejas tazas de peltre despostilladas; eran su madre y su padre, irreconocibles ante la inexorable acción del tiempo, al verlos se dejó llevar por el abrasador placer de un odio eterno.

La vieja de ojos nublados y sonrisa dulce se levantó y corrió a su encuentro, lo abrazó y a voces llamó al viejo que no podía mirar desde hacía mucho tiempo, el sólo nombre de su hijo perdido hizo que el hombre se moviera como si tuviera muchos años menos; a tientas se encontró con el gélido cuerpo del ser que se retorcía por escapar del abrazo cálido de una madre llena de amor acumulado.

Atropelladamente le inundaron de caricias, de dulces besos que parecían evaporarse sobre su piel ajena a todo afecto; el padre lleno de luz en sus ciegos ojos lo condujo a través de la habitación por un sendero hecho por un andar constante y casi religioso sobre el viejo mosaico. Al fondo, en un espacio cubierto por una vieja cortina brillaba un retablo construido con las amorosas mentiras y recuerdos de unos padres sin experiencia, el brillo de la esperanza dejaba ver cada objeto acomodado de manera burda pero honesta, una cobijita, un chupón, un calcetín, una foto tal vez, todo cubierto por una ligera capa de culpa que, lejos de opacar las cosas, les daba un realce especial.

Atónito miró todo, el miedo se disipó y por un momento su ojos se abrieron como platos, lo sabía, en el fondo de su alma una reacción se desencadeno y con una fuerza renovada e inusitada, abrazó a sus padres y los devoró en una implosíon de un negro odio absoluto. Despertó días después en una clínica rural que carecía de todo y con una amplia sonrisa se entregó a su amada rutina y desde la precaria cama empezó a odiar a la enfermera que se acercaba amable; por fin se sentía completo, real. Mientras tanto, a fuera, el mundo seguía girando en su vorágine de asuntos, completamente ajeno a su oscuridad.

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