Puccini
La muerte de Puccini me dejó mal, alterado, extremadamente sensible y muy adolorido, aunque, extrañamente, lleno de amor.
Dos meses han pasado y aun la cuento entre los vivos, pido comida para gato al súper, salgo con cuidado del baño para no tropezarme con ella, quito con cuidado mi silla del comedor en las mañanas, en donde despertaba a diario, para no asustarla... y, obvio, lloro, no está ahí porque parte de ella está enfrente, en una urna de cerámica con su nombre, un poco más en unas cuantas fotografías que me llenan la vista con ese rostro tan hermoso y querido para mí y otra, una parte enorme, está en mí, en mis recuerdos y en esa parte que por licencia poética llamamos corazón, porque mis muertos no van al cielo, ni al infierno, mis muertos van directo a ese lugar, siguen siendo ellos, como los recuerdo, una parcela de espacio y tiempo en la que viven, mientras yo viva. Ahí está Puccini, con Zabú, Gladys y Benjamín y se sienta a dormir a los pies de mis abuelos, reanudó su amor con mi abuela después de catorce años de no verse y con mi padre la cosa es conflictiva ya que no le gustan los gatos, pero es mí espacio y tendrá que aguantarse.
Puccini fue producto del pecado, de una acción baja de una gata de alta, de alcurnia y pedigree en una ciudad como Guadalajara en dónde hasta las mascotas pueden dar de qué hablar, sus dueños dejaron los frutos de ese devaneo ilícito en una caja de cartón en el parque frente al departamento en el que vivía mi abuela materna. La pobre abuela renegó hasta el cansancio cuando mi sobrina (su bisnieta), le insistía en llevarle un "gatito precioso", argumentó su cansancio, su edad, su cercanía a la muerte y todo se vino a bajo al ver a la bolita de pelo que, mañosamente, ya había contrabandeado la niña. A partir de ese momento la gatita llenó espacios en la vida de mi abuela y de mi madre que cuidaba de ambas, dándoles la oportunidad de vivir un presente que, hasta ese momento, había estado lleno de pasado.
La cercanía de la muerte resultó ser un argumento muy válido, mi abuela murió dos años después y la gata, ya bautizada como Puccini por otro bisnieto de mi abuela, sufrió dos pérdidas irreparables, la calidez de la anciana que la llevaba en sus piernas todas las tardes, con quien dormía por las noches y la casa en dónde creció, ese espacio familiar lleno de olores y lugares que eran muy suyos; una tarde llegó a la casa entre todos los recuerdos de la abuela, a un terreno ajeno, hostil para ella, olía a perro y cigarro. Mucho tiempo les tomó a Gladys y a Puccini compartir, casi el mismo tiempo que ella se tomó para aceptarme sin importar cuanto soborno le ofreciera. Una noche desperté y ella me miraba desde la puerta de mi recámara, parecía estudiarme, su vista pasaba de Gladys (enroscada en mi cama) a mí y de vuelta; algo debió agradarle que a la noche siguiente entró, olió y frotó todo lo que pudo. Una tarde, mientras perdía el tiempo frente a la computadora Puccini brincó sobre el escritorio, se aposentó en el teclado y en mi vida para siempre.
Dos años pasaron y llegó el momento de otra pérdida, no sólo para Puccis (apodo de Puccini) sino para todos en casa, murió Gladys, cáncer de páncreas. Puccini pasaba las tardes sentada junto a la puerta, esperando a Gladys, no eran las grandes amigas, pero jugaban, se robaban comida e intercambiaban sus platos de agua. Se cansó de esperar y comenzó a subirse a mi cama a dormir conmigo, ocupando el lugar de Gladys, llenando la casa de su esencia, adueñándose hasta del último rincón.
Puccini odiaba la idea de salir, lo descubrí la tarde que intenté sacarla a pasear y no pasamos del umbral de la casa y pasé el resto de la tarde curando mis heridas. Como buen felino amaba el sol, las zonas cálidas, las alturas, las cosas simples para jugar y todo lo que mi madre le señalara como prohibido; no soportaba los arrumacos, el baño, los veterinarios, las vacunas (me costó 10 corbatas averiguar esa) los juguetes para gato y las visitas (a quienes amaba ver partir).
Pasaron cinco años más y llegó Tammy a la casa, Puccini ya era una gata de nueve años, muy dueña de la situación y nada paciente. La llegada de una cachorrita no fue, para nada, motivo de alegría y, sin embargo, no le fue indiferente, nunca se portó mal con ella, era común ver huir a Puccini ante los loco bríos de Tammy y, muy de vez en cuando, juguetear con ella. Tammy, en cambio, vivía fascinada por ella.
Por siete años la vida en la casa fue simple y el único evento memorable fue la llegada de Pánfilo, un pecesito de mercado, rescate de mi madre de las garras desinteresadas de mi sobrino. Puccini pasaba las tardes hipnotizada por el movimiento lento y paciente del pez (las mañanas pertenecían al sol) hasta que éste creció y comenzó a ponerse nervioso frente a su admiradora, lo cual propició un cambio de lugar de residencia para el joven lejos de la felina mirada escrutadora.
Puccini esperaba mi llegada, me saludaba con un ronroneo, piruetas en el suelo, dos o tres vueltas a mis pies y se escapaba en el momento en que trataba de cargarla y besuquearla hasta el cansancio. Me quería, pero no tanto... Je, je, je, je. Su lugar favorito para dormir era mi silla del comedor, cada mañana, entre mis prisas y el olvido, jalaba la silla para sentarme y Puccini salía huyendo para regresar a curiosear qué desayunaba, si el menú le era grato, se quedaba a mi lado comiendo, siempre de forma frugal y prudente, nunca un trozo de más.
Desde enero de este año, comenzó a pasar más tiempo en mi recámara, durmiendo entre mi ropa, mis juguetes, mis libros; se sentaba a mi lado mientras veía televisión; me veía prepararme para salir a trabajar; me miraba dormir desde mi restirador, cada vez era más frecuente despertar con ella a los pies de mi cama y, poco a poco, se volvió común que me pidiera que la cargara.
Una mañana me despertaron una serie de estornudos y toses que no eran comunes en ella.
Una semana después sus patas traseras se paralizaron y el veterinario fue muy honesto conmigo y le pregunté si me consideraría cruel si no la "dormía" (odio ese eufemismo) y su respuesta fue no. Puccini llenó mi vida catorce años, me hizo reír, rabiar, llorar, querer sin esperar. En ningún momento pasó por mi mente el disponer de su vida como algo que ya no sirve. Traté, lo mejor que pude, de pagarle esos catorce años con mucho amor y cuidados y desvelos y paciencia y caricias y arrumacos y besos que cada vez rechazaba menos.
El final llegó un viernes, lo supe apenas la vi. Sus ojazos azules eran un viejo recuerdo hundido en su cara. Al entrar a mi recámara, ella hizo un gran esfuerzo por voltear a verme desde mi cama, me senté a acariciarla y vi como su respiración comenzaba a ser cada vez más difícil. La envolví en su cobijita, la pasee por la casa, la acerqué a que oliera los muebles, las macetas, los espacios en donde pasaba largos ratos, a cada cuarto, a despedirse de mi madre y volvimos a mi cama, me recosté con ella en mis brazos, Tammy, que nos había seguido todo el trayecto, se subió con nosotros y la olió por largo rato como lo había estado haciendo en las últimas semanas. Poco a poco los tres nos quedamos dormidos.
Sólo Tammy y yo despertamos.
Sé por su actitud hacía otros gatos, que Tammy aun no olvida a Puccini, por la forma en que les pide jugar, por el tiempo que dedica a oler los espacios en el que pasan sus días en los jardines y por la forma en que huele y lame las marañas de pelo que, cada vez menos, aparecen después de mover objetos y muebles. Por mi cuenta este año habrá una lata de atún en la ofrenda y un vestidito de bruja vacío por primera vez; temo el momento en el que lo encuentre, porque como ahora, se me va a desbordar el cariño por los ojos.
Puccini, aunque te llevo en el corazón, no dejo de extrañarte.
Pasaron cinco años más y llegó Tammy a la casa, Puccini ya era una gata de nueve años, muy dueña de la situación y nada paciente. La llegada de una cachorrita no fue, para nada, motivo de alegría y, sin embargo, no le fue indiferente, nunca se portó mal con ella, era común ver huir a Puccini ante los loco bríos de Tammy y, muy de vez en cuando, juguetear con ella. Tammy, en cambio, vivía fascinada por ella.
Por siete años la vida en la casa fue simple y el único evento memorable fue la llegada de Pánfilo, un pecesito de mercado, rescate de mi madre de las garras desinteresadas de mi sobrino. Puccini pasaba las tardes hipnotizada por el movimiento lento y paciente del pez (las mañanas pertenecían al sol) hasta que éste creció y comenzó a ponerse nervioso frente a su admiradora, lo cual propició un cambio de lugar de residencia para el joven lejos de la felina mirada escrutadora.
Puccini esperaba mi llegada, me saludaba con un ronroneo, piruetas en el suelo, dos o tres vueltas a mis pies y se escapaba en el momento en que trataba de cargarla y besuquearla hasta el cansancio. Me quería, pero no tanto... Je, je, je, je. Su lugar favorito para dormir era mi silla del comedor, cada mañana, entre mis prisas y el olvido, jalaba la silla para sentarme y Puccini salía huyendo para regresar a curiosear qué desayunaba, si el menú le era grato, se quedaba a mi lado comiendo, siempre de forma frugal y prudente, nunca un trozo de más.
Desde enero de este año, comenzó a pasar más tiempo en mi recámara, durmiendo entre mi ropa, mis juguetes, mis libros; se sentaba a mi lado mientras veía televisión; me veía prepararme para salir a trabajar; me miraba dormir desde mi restirador, cada vez era más frecuente despertar con ella a los pies de mi cama y, poco a poco, se volvió común que me pidiera que la cargara.
Una mañana me despertaron una serie de estornudos y toses que no eran comunes en ella.
Una semana después sus patas traseras se paralizaron y el veterinario fue muy honesto conmigo y le pregunté si me consideraría cruel si no la "dormía" (odio ese eufemismo) y su respuesta fue no. Puccini llenó mi vida catorce años, me hizo reír, rabiar, llorar, querer sin esperar. En ningún momento pasó por mi mente el disponer de su vida como algo que ya no sirve. Traté, lo mejor que pude, de pagarle esos catorce años con mucho amor y cuidados y desvelos y paciencia y caricias y arrumacos y besos que cada vez rechazaba menos.
El final llegó un viernes, lo supe apenas la vi. Sus ojazos azules eran un viejo recuerdo hundido en su cara. Al entrar a mi recámara, ella hizo un gran esfuerzo por voltear a verme desde mi cama, me senté a acariciarla y vi como su respiración comenzaba a ser cada vez más difícil. La envolví en su cobijita, la pasee por la casa, la acerqué a que oliera los muebles, las macetas, los espacios en donde pasaba largos ratos, a cada cuarto, a despedirse de mi madre y volvimos a mi cama, me recosté con ella en mis brazos, Tammy, que nos había seguido todo el trayecto, se subió con nosotros y la olió por largo rato como lo había estado haciendo en las últimas semanas. Poco a poco los tres nos quedamos dormidos.
Sólo Tammy y yo despertamos.
Sé por su actitud hacía otros gatos, que Tammy aun no olvida a Puccini, por la forma en que les pide jugar, por el tiempo que dedica a oler los espacios en el que pasan sus días en los jardines y por la forma en que huele y lame las marañas de pelo que, cada vez menos, aparecen después de mover objetos y muebles. Por mi cuenta este año habrá una lata de atún en la ofrenda y un vestidito de bruja vacío por primera vez; temo el momento en el que lo encuentre, porque como ahora, se me va a desbordar el cariño por los ojos.
Puccini, aunque te llevo en el corazón, no dejo de extrañarte.
Comentarios