La Vida Moderna -el atuendo perfecto-
Lorenza sufrió mucho, empezando por el nombre -espina que le debió a su padre-, la escuela -hubiera querido ser cierva medieval-, sus hermanos y hermanas -se sentía tan identificada con Caín que se asustaba y mantuvo una sana distancia con las osamentas de cuadrupedos de carga, por si las moscas-, seis de los nueve novios que tuvo -al final se enamoró de la soledad-, la mierda de las mascotas -tenía 4 gatos- la pinche oficina en la que trabajaba -aunque eso de trabajar no se le dió nunca- y la falta de gusto para vestirse -nunca encontró a quien culpar por eso-.
Siempre soñó que al despertar encontraría su closet transformado en el portal mágico de la moda ideal. Que su cuerpo sería perfecto y que todo le quedaría. Pero al despertar siempre era la misma decepción. El mismo cuerpo -como molote de yalalteca-, el mismo tono de piel -ya había comprado aclarantes a base de mercurio, valiéndole madres la salud, para perder el tono verde oliva que tanto le molestaba-, los mismos ojos inexpresivos que sólo cobraban vida cuando se ponía los pupilentes dorados -según ella, aunque ya le habían dicho muchas veces que parecía vampira de película del Santo- y ese cabello sin chiste alguno, flaccido, muerto, estropajoso -lo queria chino, crespo, como negra africana, pero color rojo cobre, siempre estaba metida en la estética de Phillipé para que le hiciera magia con esos pelos tiesos-.
Al ver que nada sucedía por magia, trazó un plan perfecto y por meses estudió las revistas -llegó a devorar páginas enteras para "sentir" la moda- y los programas de moda -llegaba a trabajar con ojos de lechuza y aliento a desvelo, pero aprendió a distinguir nombres, marcas y accesorios-. Todas las tardes corría a las boutiques y checaba las etiquetas -así descubrió cadenas de piratería aun en tiendas de gran renombre-, los tipos de telas, los tamaños, las texturas. Dejó de comer -a veces masticaba cartón para entretener las tripas- y se mataba caminando y haciendo sentadillas -queria piernas y nalgas perfectas-. Ya no se lavaba los dientes por miedo a que la pasta engordara, dormía con una larga tira de microporo que le mantenía la boca cerrada -para evitar consumir aire por las noches y evitar, así, inflamaciones posteriores-, al pesarse se desnudaba entera y deseaba arrancarse hasta la sombra -pero nunca encontró por donde-, al final ya no le dejaron pesarse en la farmacia y optó por comprarse una pequeña váscula que la aterraba por las noches y al amanecer -aunque sabía que estaba logrando su gran deseo-.
Empeñó hasta el perico -que no era de ella-, consiguió que los bancos le aumentaran la linea de crédito, trabajó horas extras -trabajó hasta en lugares donde no trabajaba-, apostó, jugó en casinos, aprendió fútbol y estudió a los equipos y se ganó un progol bastante choncho -al melate no le entró por ser numérico-.
Con la mirada certera, el ánimo claro y las tarjetas de crédito rebosantes, se perdió en las tiendas por dos meses -sus gatos hubieran muerto de no ser por las cucarachas que plagaron la casa por todo lo que se pudrió en el refrigerador-, se convirtió en leyenda de los malls más chics y las boutiques más escondidas. Finalmente emergió sonriente, entre sus manos estaba el fruto de su labor más concienzuda: el atuendo perfecto.
Llegó a su casa esquivando peligros imaginarios -piratas, amigas envidiosas, familiares reprochudos y testigos de Jehová-, desterró a los gatos, empaló, una por una, a las cucarachas restantes como advertencia a las que quisieran entrar -estaba dispuesta a todo para proteger su tesoro-, sobaba las bolsas mientras sonreía y les hablaba a solas -después se tanteó la cabeza para ver si aun tenía cabello y se miró con cierto miedo las manos y repasó su diálogo solitario para asegurarse de no haber dicho "my precioussssssss"-. Tomó un baño de horas, con las bolsas frente a ella, para vigilar que nada las tocara y finalmente pusó su atuendo perfecto dentro de una caja fuerte comprada exprofeso y durmió sentada sobre ésta con un viejo rifle de su abuelo.
La mañana era radiante, el mundo brillaba con un fulgor desconocido -o por lo menos eso se decía a si misma- mientras caminaba por las calles con un aire de poder, se sentía modelo, princesa, senadora, ministra de cultura -evitó recordar a Beatriz Paredes y a Elba Esther, ya que las consideraba una afrenta a todo-.
Caminaba despreocupada, hasta que un ligero sonido llamó su atención, era un algo, un ruidito que no debería estar escuchando.
-Squeesh-
Se detuvo y el sonidito cesó. Dio un paso tembloroso.
-Squeesh-
Se detuvo como si todas las muelas de su boca hubieran reventado pidiendo a gritos endodoncia, su estómago cayó muy por debajo de la linea 7 del metro. Respiró asustada y dió otro paso.
-Squeesh-
Entonces fue cuando una ola de pánico la arrastró hasta casi la locura. Dentro de su zapato, su pie sudaba.
-Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh-
Entró a una farmacia, aterrada, pidió el talco más caro, el mejor contra la sudoración -al decir eso sintió el rostro en el suelo y vió al mundo muy por arriba de ella-.
-Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh-
Encontró un lugar obscuro donde quitarse los zapatos y los bañó en talco, bañó sus pies, dejó la calle blanca de talco perfumado. Dejó los zapatos en el suelo esperando que se secaran -zapatos italianos-, temió que se deformaran -corte perfecto-, seguro era culpa de sus pies, de su genética, de los indios americanos -no podía ser culpa de los españoles, siendo europeos estarían acostumbrados a los impecables zapartos italianos-, de las malditas eras de hielo, por eso se pobló América. Veía sus pies y veía los zapatos, odiaba a unos, amaba los otros, su atuendo, sin los zapatos no servía, cada cosa era perfecta, sin algo, el todo valía madres enteramente.
Dos horas después volvió a calzarse los zapatos, apenas entraron los pies y volvio a caminar confiada.
-Spoosh- -Spoosh-
Se detuvo.
-Spoosh- -Spoosh-
Se quedo quieta, sin moverse, mirando al mundo que se reía de sus pies corrientes, de su falta de genes lindos. ¡Bruta!- se gritó mil veces-. Por eso no puedes vestirte bien, por eso te dejó Paco, por eso no tienes cuerpo, por eso... porque ni unos zapatos puedes usar sin descomponerlo todo-. Quieta -como fósil-, se mantuvo por horas frente a la burlona fachada de un templo, los santos y vírgenes la miraban recriminantes, parecían cobrarle la factura de su vanidad, de su desenfrenado pecado, por esa lujuria con la que buscó ese atuendo perfecto.
Dicen que nadié volvió a verla, algunos creen que se encuentra en África como misionera santa, otros dicen que se arrojó al Tíber con todo y zapatos -italianos finalmente-, los menos aseguran que por las noches la escuchan lamentarse por las calles sin rumbo, un aterrador recuerdo fantasmal de una mujer despechada que sólo deja escapar gritos agónicos acompañados de un siniestro sonido.
-Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh- -Squeesh-
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Siempre soñó que al despertar encontraría su closet transformado en el portal mágico de la moda ideal. Que su cuerpo sería perfecto y que todo le quedaría. Pero al despertar siempre era la misma decepción. El mismo cuerpo -como molote de yalalteca-, el mismo tono de piel -ya había comprado aclarantes a base de mercurio, valiéndole madres la salud, para perder el tono verde oliva que tanto le molestaba-, los mismos ojos inexpresivos que sólo cobraban vida cuando se ponía los pupilentes dorados -según ella, aunque ya le habían dicho muchas veces que parecía vampira de película del Santo- y ese cabello sin chiste alguno, flaccido, muerto, estropajoso -lo queria chino, crespo, como negra africana, pero color rojo cobre, siempre estaba metida en la estética de Phillipé para que le hiciera magia con esos pelos tiesos-.
Al ver que nada sucedía por magia, trazó un plan perfecto y por meses estudió las revistas -llegó a devorar páginas enteras para "sentir" la moda- y los programas de moda -llegaba a trabajar con ojos de lechuza y aliento a desvelo, pero aprendió a distinguir nombres, marcas y accesorios-. Todas las tardes corría a las boutiques y checaba las etiquetas -así descubrió cadenas de piratería aun en tiendas de gran renombre-, los tipos de telas, los tamaños, las texturas. Dejó de comer -a veces masticaba cartón para entretener las tripas- y se mataba caminando y haciendo sentadillas -queria piernas y nalgas perfectas-. Ya no se lavaba los dientes por miedo a que la pasta engordara, dormía con una larga tira de microporo que le mantenía la boca cerrada -para evitar consumir aire por las noches y evitar, así, inflamaciones posteriores-, al pesarse se desnudaba entera y deseaba arrancarse hasta la sombra -pero nunca encontró por donde-, al final ya no le dejaron pesarse en la farmacia y optó por comprarse una pequeña váscula que la aterraba por las noches y al amanecer -aunque sabía que estaba logrando su gran deseo-.
Empeñó hasta el perico -que no era de ella-, consiguió que los bancos le aumentaran la linea de crédito, trabajó horas extras -trabajó hasta en lugares donde no trabajaba-, apostó, jugó en casinos, aprendió fútbol y estudió a los equipos y se ganó un progol bastante choncho -al melate no le entró por ser numérico-.
Con la mirada certera, el ánimo claro y las tarjetas de crédito rebosantes, se perdió en las tiendas por dos meses -sus gatos hubieran muerto de no ser por las cucarachas que plagaron la casa por todo lo que se pudrió en el refrigerador-, se convirtió en leyenda de los malls más chics y las boutiques más escondidas. Finalmente emergió sonriente, entre sus manos estaba el fruto de su labor más concienzuda: el atuendo perfecto.
Llegó a su casa esquivando peligros imaginarios -piratas, amigas envidiosas, familiares reprochudos y testigos de Jehová-, desterró a los gatos, empaló, una por una, a las cucarachas restantes como advertencia a las que quisieran entrar -estaba dispuesta a todo para proteger su tesoro-, sobaba las bolsas mientras sonreía y les hablaba a solas -después se tanteó la cabeza para ver si aun tenía cabello y se miró con cierto miedo las manos y repasó su diálogo solitario para asegurarse de no haber dicho "my precioussssssss"-. Tomó un baño de horas, con las bolsas frente a ella, para vigilar que nada las tocara y finalmente pusó su atuendo perfecto dentro de una caja fuerte comprada exprofeso y durmió sentada sobre ésta con un viejo rifle de su abuelo.
La mañana era radiante, el mundo brillaba con un fulgor desconocido -o por lo menos eso se decía a si misma- mientras caminaba por las calles con un aire de poder, se sentía modelo, princesa, senadora, ministra de cultura -evitó recordar a Beatriz Paredes y a Elba Esther, ya que las consideraba una afrenta a todo-.
Caminaba despreocupada, hasta que un ligero sonido llamó su atención, era un algo, un ruidito que no debería estar escuchando.
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Se detuvo y el sonidito cesó. Dio un paso tembloroso.
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Se detuvo como si todas las muelas de su boca hubieran reventado pidiendo a gritos endodoncia, su estómago cayó muy por debajo de la linea 7 del metro. Respiró asustada y dió otro paso.
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Entonces fue cuando una ola de pánico la arrastró hasta casi la locura. Dentro de su zapato, su pie sudaba.
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Dicen que nadié volvió a verla, algunos creen que se encuentra en África como misionera santa, otros dicen que se arrojó al Tíber con todo y zapatos -italianos finalmente-, los menos aseguran que por las noches la escuchan lamentarse por las calles sin rumbo, un aterrador recuerdo fantasmal de una mujer despechada que sólo deja escapar gritos agónicos acompañados de un siniestro sonido.
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Comentarios
El de los zapatos si me llega!
que cruel.
Pa'qué me dejas solo si ya sabes como soy...?
JAJAJAJAJAJAJA!