La Vida Moderna -Sobreviviente-

"¡Ya me tienen hasta la madre con los simulacros y las conmemoraciones de su temblor del 85!", dijo un adolescente de 35 años (recordemos que la adolescencia actual va de los 12 a los 40 años) al iniciar septiembre en el comedor del trabajo, no hubo quien no riera y comentara anécdotas de sus familias y como ya los tenían hasta el copete con sus estúpidas historias del terremoto. Siendo el anciano que soy no tardé en decirles que no les había tocado vivir algo así y que hablaban sin saber; varios presentes me hicieron notar que, por edad, les había tocado el siniestro aunque no recordaban nada de ello. Eso hacía la gran diferencia, que posiblemente les tocó, pero no tenían la conciencia o la edad para darse cuenta de lo que había sido. Desde su plato de sopa, de nuevo el joven atacó con mordacidad quirúrgica y mantuvo a todos al borde de las lágrimas de risa burlándose de hechos que no podía -ni quería- reconocer como históricos ni importantes.

Pocos días después, la vida y la visión de la misma le cambió para siempre, como nos cambió a varias generaciones treinta y dos años antes. Tuvimos todos la fortuna de que, por lo menos en la CdMx, no alcanzó ni la mitad de las proporciones del de 1985; sin dejar de ser una tragedia terrible.

Meses después me entere que el adolescente de 35 años no ha podido dormir en paz desde el 19 de septiembre, los sonidos de las ambulancias y patrullas lo hacen brincar metros, cualquier estruendo, algún mareo súbito lo obliga a verificar que no se está moviendo la tierra; duerme vestido, tiene un kit de emergencias y portafolio con papeles importantes en perenne alerta ante la posibilidad de tener que escapar en chinga de su departamento, ahora se baña en el menor tiempo posible para evitar tener que huir desnudo, cada semana practica el escape tomando el tiempo y ha mejorado por segundos, en su cartera carga los teléfonos de toda su familia y amigos cercanos escritos prolijamente en un papel perfectamente doblado (buena costumbre que la mala habituación al celular nos ha hecho olvidar); decidió guardar en cajas todo lo que necesita pero no usa, tiró a la basura todo lo que no necesita y optó por un estilo minimalista en decoración para evitar cosas que caigan en caso de emergencia. Hasta ahora no ha salido a fiestas ni reuniones ni al cine, no quiere estar en lugares aglomerados, encerrados, altos o subterráneos en espera de una alerta que aun no llega.

No participó en rescates, no donó ayuda, simplemente se colapsó y aun no puede levantarse, como adolescente elemental y básico vivió el terror desde el lugar más importante, desde sí mismo; su mundo se rompió y odió cada momento después del temblor en el que descubrió que había otro mundo lleno de gente que se aprestaba a ayudar y que no se detenían a procurarlo. Miró sin comprender la empatía, ese elusivo concepto que a veces llama debilidad, estupidez o cursilería; aferrado a un egoísmo extremo acepta que tiene miedo de que se le caiga el edificio o que muera alguien de su familia. Su esperanza es huir de esta ciudad de mierda que es una trampa mortal y lanzarse a algún estado o país en el que no tiemble. No quiere tener que preocuparse por algo inesperado que le rompa la delicada armonía del mundo perfecto en el que él es sol y luna, centro y perímetro.

En el comedor del trabajo hace pausas, levanta la mano y calla a los que le acompañan, mira a izquierda y derecha, fue una falsa alarma, fueron sus nervios dice. Sonríe con miedo, el comedor está bajo cuatro pisos que pesan toneladas y sobre dos niveles de estacionamiento, está lleno de mesas, sillas y personas, pero él sólo alcanza a ver peligro y estorbos. Piensa que se traga sus palabras en cada sorbo de sopa, pero no importa, tal vez sus motivos no sean altruistas pero ahora entiende que no está nada mal seguir con los simulacros y las conmemoraciones.

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