La Vida Moderna -Centros Comerciales-

Los seres humanos somos animales de costumbres, algunas extraordinarias, otras completemente ordinarias, las hay nada nobles y muchas monstruosas y entre estás últimas está la peor de todas: la visita al centro comercial.

Puedo entender la visita al templo de culto, puedo ver con buenos ojos el paseo en un parque, el caminar por las calles y desear con vehemencia la visita a museos y galerías... Pero, ir al centro comercial, es indigno hasta de un adjetivo peyorativo.

Si la idea fuera ir a gastar cantidades ingentes de dinero, bueno, vaya y pase, pero ver a las familias, grupos de amigos, parejitas de novios, de novias y de novios con novias, dando vueltas con la mirada perdida, el recuerdito de la visita todo sudado en la mano y hablando sin emoción alguna dando vueltas a lo tonto, por pasillos atiborrados de personas que no compran, vampiros deseantes por siempre alejados de lo que buscan, que se gastan la vista y la esencia de las cosas en los aparadores, parejas que buscan cambiar el viejo modelito (por otra mujer, por otro hombre, por alguien que le guarde el secreto de su verdadero ser, por una ilusión), muertos vivos que deambulan en el límite de la existencia y suplican por ser vistos.

Adolescentes que se unen con iguales, que ligan, que presumen, que no soportan estar en casa en donde todo huele a padres y autoridad; mujeres solas que se unen con iguales, ligan, presumen, no soportan estar en casa en donde todo huele a abandono y soledad; hombres solos que ligan, que presumen, que no soportan estar en casa en donde todo huele a obligación y responsabilidad.

Egos pegados al piso que al salir de una boutique con una bolsa (con logotipo de la misma, obvio) esperan ser elevados a los Campos Elíseos dando vueltas sin cansarse, mostrando que pueden ser.

Dolores que llevan la soledad a trueque, no importa que sueño (o pesadilla) les den a cambio.

Soledades dispuestas a cambalachar abandonos por un simple "en qué te puedo ayudar".

Abandonados que parecen haber salido de la tumba, mirada perdida, boca entreabierta, caminar lerdo, opacos, que caminan sin rumbo fijo esperando que la luz los llame.

Familias que van entrenando a los hijos a vivir ahí, que les llevan a desayunar, comer, cenar, todo el sábado y el domingo.

Olvidos que buscan disolverse entre las corrientes de apurados que no van a ningún lado (como los perros callejeros, pero con menos determinación).

Muchos visten de gala y se pasean, como lo hicieron sus bisabuelos en los parques y alamedas, esperando encontrar entre tanto ojo reseco esa mirada que brille y le indique que es la persona ideal, que le sonría, que se puedan sentar en un Starbucks (si hay lugar, sino podrán irse conociendo en la fila) para ser vistos, para que griten sus nombres (siempre equivocados) y les den lo que no pidieron (como es costumbre).

Personajes de la tercera edad que se escapan a ser ignorados y maltratados en restaurantes porque prefieren indignarse ante desconocidos que agachar la cabeza en casa.

Hordas de entes ahogados en angustia y miedo que llenan las ágoras modernas, en donde las discuciones son silentes con gadgets inteligentes que no distinguen separado de sopero; tal vez entre todos pueden generar la alegría que les vende la publicidad de esos lugares (ahí está la alegría, ser totalmente algo o lo que se de primero).

Lugares para ver y ser vistos (o no ser vistos, algunos preferirían morir a pellizcos en el Zócalo que ser vistos en determinado centro comercial), en donde el gasto principal es de los zapatos que de tanto dar vueltas les han de quedar lisitos lisitos.

Malditos sean los cines y sus matrimonios con los centros comerciales, ahora hay que cumplir con la amarga peregrinación de atravezar el purgatorio de almas perdidas para llegar a la función.

Pasillos llenos de la amenaza de los que se despiden y quedan de verse ahí la próxima semana.

El cielo de inocentes que viven en la esperanza de un algo que nunca les llega mientras se reflejan, cada vez más traslúcidos, en las ventanas llenas de tentaciones y pecados que nunca acaban de desear.

Verdaderos infiernos para quienes por error (o por necesidad) tienen que acudir a comprar algo.

No lo vuelvo a hacer...

¡MEA MÁXIMA CULPA!

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